sábado, 12 de noviembre de 2011

Dios no quita nada, lo da todo


Hace ya algunos años, cuando el Papa Juan Pablo II inauguraba la III Conferencia del Episcopado en Puebla, constataba que nuestra época era una en las que más se había escrito sobre el hombre, «la época de los humanismos y del antropocentrismo»[1]. No le faltaba razón al Santo Padre, quien añadía que a pesar de esta creciente preocupación por el ser humano, era la nuestra también una época «de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes»[2].

Para nadie es novedad que hoy el hombre se ha erigido a sí mismo como el centro de toda la realidad. En ese movimiento, cuyas raíces filosóficas se remontan al Renacimiento y cobraron auge con la Ilustración, el hombre poco a poco ha ido dejando de lado a Dios. Cada vez más celoso de sus espacios, de sus comodidades, de una vida marcada por el hedonismo, con mayor frecuencia los hombres y mujeres de hoy temen cualquier realidad que, aunque sean en apariencia, pueda significar una reducción en su libertad. Resulta evidente que nadie quiere ver disminuida su libertad, ni nadie quiere un mal para sí mismo. ¿Pero de qué libertad se habla? El error está precisamente en la concepción de libertad, que parte a su vez de una errada concepción del hombre.

ÉL NO QUITA NADA...
Aquella soleada mañana del 24 de abril de 2005 en la que inauguraba su Pontificado, el Papa Benedicto XVI abordaba desde otra perspectiva esta misma problemática tan frecuente en la mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Ante una Plaza San Pedro abarrotada de peregrinos de diversos lugares del mundo, el Santo Padre quiso al final de su homilía dirigirse de modo especial a los jóvenes, pero con palabras que sin duda tocaron el corazón de todos los presentes por su gran carga testimonial: «Hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo»[3].

Con sus palabras el Pontífice llamaba la atención sobre una idea hoy muy presente en la mentalidad moderna. Para muchos que no conocen la fe, e incluso, lamentablemente, para muchos cristianos, un seguimiento más cercano y coherente del Señor Jesús parecería implicar una renuncia a una parte preciosa de su identidad. Las exigencias de la fe aparecen como una carga demasiado pesada, incluso a veces aparentemente en contra de la naturaleza humana. El camino para seguir a Cristo pasaría entonces por unas renuncias demasiado costosas, demasiado pesadas para una mentalidad que ha ensalzado al hombre y todo lo relacionado con él a límites nunca vistos. Cuánto se teme hoy, por ejemplo, al sufrimiento, cuanto miedo hay para asumir un compromiso, cuánto se huye de relaciones profundas que impliquen una donación. En todo ello aparece una concepción del hombre que ha dejado a Dios de lado, y que erigida como única realidad, sobredimensiona todo aquello que "recorta" las posibilidades de elección.

Como apuntábamos más arriba esta trágica situación tiene sus raíces en una concepción equivocada del hombre. Hemos reflexionado ya muchas veces sobre aquella enseñanza fundamental de la Gaudium et spes, en que se nos recuerda que es el Señor Jesús quien revela la identidad del hombre al propio hombre[4]. Hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios[5], y en Cristo encontramos nuestra identidad más profunda. Él es Camino, Verdad y Vida[6], y configurándonos con Él es como llegamos a ser plenamente humanos. No se trata sólo de un conocimiento teórico de quiénes somos como personas, sino algo mucho más profundo, más existencial, ligado a la experiencia de vivir en autenticidad y libertad. Esto sólo se da en la medida que colaboramos con la gracia para asemejarnos cada vez más, día a día, al Señor Jesús.

DESPOJARNOS DEL HOMBRE VIEJO
Sabemos bien, como decía el Apóstol Pablo, que en este camino es necesario vivir aquel "despojarse" y "revestirse" para lograr aquella configuración con el Señor Jesús a la que estamos llamados. Muchos se quedan tan sólo en aquel "despojarse", y ello les sabe a renuncia de algo propiamente humano. ¿Por qué la Iglesia no me deja hacer esto? ¿Por qué la Iglesia no me deja hacer lo otro? Quizás nosotros mismos más de una vez hemos caído en esta errada concepción en relación a las enseñanzas de la Iglesia. Ciertamente el Apóstol nos llama a "despojarnos" de ciertas cosas: «Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas»[7], pide al dirigirse a los Romanos, y también nos llama, en la Carta a los Efesios, a despojarnos «en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias»[8]. Cuando escribe a los Colosenses señala: «despojaos del hombre viejo con sus obras»[9].

Es claro, pues, que aquello que se nos pide abandonar, aquello de lo cual tenemos que despojarnos, es todo hábito o costumbre que nos impida seguir más de cerca al Señor, y por tanto, de todo aquello que obstaculiza ese camino de plenitud. Recordando las palabras del Papa, Dios «no quita nada», sino que nos invita a que nosotros mismos, a través del recto uso de nuestra libertad, vayamos abandonando todo aquello que nos hace menos humanos, para que precisamente vayamos configurándonos con el Señor Jesús, el modelo de plena humanidad, y por tanto nos vayamos volviendo más humanos. No hay ninguna renuncia, ninguna exigencia de la fe, que no apunte a esta dimensión. Toda opción por algo significa dejar de lado otras posibilidades. Esto es algo elemental. En este caso se trata, por tanto, no tanto de una "renuncia" sino de una opción positiva por aquel sumo bien. Tener esto claro es fundamental para asumir sin miedos los retos que nuestra vida de fe nos propone, y que nos encaminan por el sendero de la auténtica felicidad humana, que nos lleva hacia el gozo definitivo que se vive en la Comunión Divina de Amor.

...Y NOS LO DA TODO
Las enseñanzas del Señor Jesús no son sólo criterios morales o mandamientos "externos" que debamos seguir. Como hemos ido viendo son algo mucho más profundo y más hermoso, son auténtico camino para que podamos ir avanzando hacia nuestra plena humanización. La auténtica vocación del hombre, la más humana, la que más se ajusta a su naturaleza, es la vocación divina, el llamado a ser hijos en el Hijo y poder así gozar de la Comunión Divina de Amor[10]. Por eso podemos decir con gozo y alegría que "nos lo da todo". Ese "habernos dado todo" no son sólo palabras bonitas. Basta detenernos un momento para considerar las innumerables maneras en que estas palabras se hacen realidad y tocan nuestra vida cotidiana.

Dios nos lo da todo a través de su Hijo, quien dio su vida entera por salvarnos, entregándose hasta la muerte, y muerte de Cruz[11]. En la entrega de su Hijo Unigénito nos manifiesta su amor infinito. Además, quiso que su Hijo permaneciera presente con nosotros a través de la Eucaristía. La presencia real de Cristo en la hostia consagrada nos recuerda su entrega total, y es ahí donde se encuentra Cristo presente de modo más eminente. Nos acompaña constantemente con su gracia, que es su vida misma, que nos sostiene y fortalece y es auxilio en todo momento. Es colaborando con la gracia divina que nos vamos configurando con el Señor Jesús, haciéndonos plenamente humanos. Nos ha dado la Iglesia, a través de la cual dispensa su gracia, y que custodia el tesoro de la fe, aquellas verdades reveladas que nos abren a la verdad de Dios y de nosotros mismos, y que nos conducen por camino seguro al encuentro definitivo con Dios. En la Iglesia, además, encontramos la compañía y la acogida, una comunidad viva que nos recuerda que no andamos solos por esta vida, y en la que siempre hay una ayuda fraterna y solícita. Nos ha regalado también el testimonio de los santos, modelos de vida cristiana que nos ayudan en nuestro propio caminar. Y está, de manera particular, el hermoso don que significa para todo cristiano la presencia maternal de Santa María, que nos conduce al encuentro de su Hijo.

Podríamos abundar en esta lista y seguir enumerando los dones de Dios que nos ha dado a todos. Cada uno puede además ver en su propia vida, con un poco de silencio, las ocasiones en que Dios sale a su encuentro de múltiples maneras, y tener la certeza de que ha estado presente incluso en los momentos más difíciles. Dios quiere que nos salvemos, es parte de su Plan el que avancemos por el sendero de la vida cristiana viviendo como «hijos en el Hijo»[12].

USAR RECTAMENTE NUESTRA LIBERTAD
Señalábamos al iniciar esta reflexión la importancia de la libertad. Precisamente muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo asumen que el cristianismo recorta su libertad, su capacidad de elección. La libertad de elección es una característica inalienable de la persona, pero el recto ejercicio de la libertad no significa la opción por cualquier realidad. «Si la persona se cierra a la verdad (...) si se esclaviza a la no-verdad, el momento de libre elección será falso, sólo será tal en cuanto mecanismo, en cuanto operación, pero no lo será en su sentido definitivo»[13]. Por el contrario, una decisión auténticamente libre es aquella que opta en sintonía con la propia naturaleza, por tanto, aquella que nos hace más humanos. El ejercicio recto de la libertad siempre nos debe llevar a una cada vez mayor configuración con el Señor Jesús. Dios nos invita a vivir esta libertad en acto, a experimentar la inmensa felicidad que da el optar cotidianamente, incluso en las ocasiones más sencillas, por su Plan de Amor.

En el recto uso de la libertad Santa María, la Madre del Señor Jesús, es paradigma que debemos seguir e imitar. Ella, educándose a elegir siempre según la Verdad, "educándose a ser independiente de toda coactiva fuerza física, psíquica, o material", avanza hacia la unidad interior, respondiendo a lo que su naturaleza más auténtica reclama. Vive así en libertad plena, en constante acogida de los dones de Dios, y haciéndolos fructificar para su propio bien y el bien de tantos. Siguiendo el ejemplo de María, acercándonos con todo nuestro ser a su Hijo, experimentaremos en verdad que «Él no nos quita nada y nos lo da todo». Ese "todo" es lo más grande, lo más sublime, lo más hermoso, lo más bueno, por lo cual vale la pena todo esfuerzo. Ese "todo" es Dios mismo que se da a nosotros, y que nos llama insistentemente a participar de su Comunión Divina de Amor: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo»[14].

                                           










[1] Juan Pablo II, Discurso inaugural, Puebla, 28/1/1979, I,9.
[2]Allí mismo.
[3] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inauguración de su Pontificado, 24/04/2005.
[4]Gaudium et spes, 22.
[5]Gén 1,26.
[6]Jn 14,6.
[7]Rom 13,12.
[8]Ef 4,22.
[9]Col 3,9.
[10] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.
[11]Flp 2,8.
[12] Cf. Gál 4,6.
[13] Luis Fernando Figari, María Paradigma de unidad, Fe, Lima 1992, p. 12.
[14]Ap 3,20.

1 comentario:

  1. Querido hermano en Cristo.

    La paz

    Le animo a seguir evangelizando en este areópago

    Rezo en tus intenciones

    Gerardo Müller msc

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