sábado, 12 de noviembre de 2011

Brille tu luz en medio del mundo

   
¿Alguna vez hemos escuchado que a los católicos se nos dice que deberíamos quedarnos con nuestra fe en el ámbito privado, no llevarla a la vida cotidiana y no mezclarla con los trabajos y cosas de este mundo? ¿O que debemos mantenernos al margen de las preocupaciones que se dan en el mundo? Es decir, que debemos vivir una especie de doble vida: hacia dentro podríamos si queremos vivir nuestra fe, pero hacia afuera no. Esto es algo que se ve con dramatismo en dos ejemplos concretos. Primero en la lucha a favor de la vida que la Iglesia hace por todo el mundo, en donde con falsedad, se nos dice que debemos los católicos abstenernos de dar opiniones en este ámbito porque se trata de convicciones personales que debemos guardarnos para los que las creemos y no debemos mezclarlas con la vida. Segundo, en la evangelización, donde se nos dice no pocas veces que ir a evangelizar es imponer nuestras ideas a los demás y que debemos respetar y no expandir lo que creemos. En el fondo, lo que está en juego es hacer que la fe sea una opción privada, interna, sin repercusiones en la vida diaria. Que la fe sea incoherente y silenciosa. Que la Iglesia se abstenga de tener un papel en la vida cotidiana de las personas. Que no se predique al Señor Jesús como la respuesta a toda la humanidad. Pero ¿Esto debe ser así?

En el marco del sermón de la montaña, el Señor les dice a los apóstoles y a las demás personas allí reunidas, una sentencia capital: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). Invitación que responde a las interrogantes que hemos planteado al inicio: el cristiano, todo cristiano, desde su propio estado de vida, está llamado a vivir su fe con coherencia, en todo momento y hacer de la fe su vida. Viviéndola en el plano interior, pero también como consecuencia en el plano exterior, sin hacer de ambas realidades una división u oposición.

Ahora bien, valdría la pena preguntarnos con más claridad ¿Qué es lo que significa esto que nos invita a vivir el Señor? ¿Qué consecuencias concretas tiene en nuestra vida? Revisemos rápidamente lo que dice el Señor.

En primer lugar nos pide que brille una luz. Nuestra luz. Pero ¿Qué significa brillar? Y ¿De qué luz habla? La brillantez habla por sí misma de una realidad clara: algo tiene que manifestarse fuerte, abierto, claro, puro, público, notorio, y por ende marcar una diferencia. Ser una realidad que aclara las cosas, que las hace visibles, que da motivos de seguridad, alegría, que revela cosas. No es algo oculto, que pasa desapercibido, que es privado. En una oscuridad, la luz atrae a los demás y uno la busca para en ella estar seguro. Una luz, además, no puede ocultare, pues está hecha para ser visible y notoria, y así lo que expresa el Señor unos versículos antes: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5, 14-15). Y en cuanto a la luz ¿De qué luz habla Jesús? La respuesta la hallamos en otro momento de la predicación del Señor: “Jesús les habló otra vez diciendo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). Esto implica un presupuesto, el poder hacer que el Señor sea nuestro centro, que vivamos con Él, por Él y en Él y sea a Él que transmitamos. Pero como sabemos, nadie da lo que no tiene, y para poder vivir aquello que San Pablo nos invita, “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20), necesitamos trabajar en ser del Señor, tanto en nuestra vida interior como en nuestra vida exterior. Es lo que llamamos conformación con el Señor Jesús, pues esa brillantez, que no es otra que el apostolado, no nace de nosotros mismos que por nuestra cuenta no tenemos luz propia, sino que nace de la brillantez del Señor que estará en nosotros, pues “nadie da lo que no tiene”.

En segundo lugar, lo que el Señor nos pide es que seamos totalmente de Él, de manera coherente y visible. El que es de Cristo lo es siempre, tanto en lo interior como en lo exterior. Tanto en lo que nadie ve, en lo privado, como en lo público. Por eso dice que esta luz brille “delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras”. El cristiano pues, contrario a lo que el mundo pretende, es un hombre íntegro, coherente, que está feliz de su vida de fe, y que no puede dejar de manifestarla, pues su fe y su vida son una sola cosa. Dejar de comportarte como cristiano, es traicionar lo que crees, traicionarte a sí mismo y traicionar al Señor. Por eso San Pablo podía decir con respecto al apostolado, “predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9, 16). Todo esto nos lleva a una reflexión importante en nuestra espiritualidad. La vida interior será aquí clave, pues nadie dará lo que no tiene; pero a la vez la vida activa, el despliegue en medio de la vida cotidiana es fundamental, pues manifiesta y a la vez enriquece nuestra fe. Esta unidad es la que desde nuestra espiritualidad llamamos espiritualidad de la vida activa y que tiene un lema que trata de sintetizar lo que se busca: “Oración para la vida y apostolado; vida y apostolado hechos oración”. No estamos llamados solo a pensar en el Señor, a amarlo de corazón, sino a manifestar todo ello y a la vez enriquecerlo con nuestras obras, pues como dice Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?... la fe, si no tiene obras, está realmente muerta… Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe“ (Stgo 2, 14.17.18).

En tercer y último lugar, el Señor revela una grandeza hermosa: las altísimas posibilidades que el ser humano tiene. Que por nuestras buenas obras, los hombres “glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Siguiendo aquello de Gaudium et spes 22, sabemos que Cristo revela al hombre quién es y su altísima vocación. Pues bien, el Señor nos muestra cuán buenos podemos ser, cuán buenas pueden ser nuestras obras y cómo con ellas podemos reflejar al Dios, que como decía San Agustín, “es más íntimo que yo mismo”. Nos muestra el Señor cómo somos capaces de reflejar la imagen y semejanza con la cual fuimos creados, como podemos tener una relación fortísima con Dios y, siendo sus hijos, vivir auténticamente nuestra humanidad. El Señor Jesús y la vida de fe que nos invita a vivir, como decía el Papa Benedicto XVI, “no quita nada y lo da todo”. Somos capaces, por ser hijos de Dios, de transmitirlo, de reflejarlo, de llevarlo dentro, y de vivir aquello que citábamos de San Pablo: “Vivo yo, pero no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. De conformarnos con el Señor y mostrarlo a los hombres. Y aquí, es el mismo Señor que nos da una clave: la obediencia a los planes de Dios. Y es que allí podremos nosotros encontrar el camino para esta conformación, para luchar contra el pecado y para estar con el Señor, y poder así glorificarlo con nuestra vida y obras. Así lo expresa el mismo Señor: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Jn 17, 4). Por eso el Papa Juan Pablo II afirmaba con fuerza, “vale la pena ser hombre, porque Tú te has hecho hombre”.

Volvamos entonces a los cuestionamientos iniciales ¿Estamos los cristianos limitados a vivir nuestra fe en el ámbito privado y a escondernos, siendo incoherentes con lo que creemos y amamos? La respuesta es clara: de ninguna manera. Más bien todo lo contrario. El auténtico cristiano es el que siempre es de Cristo, siempre es coherente y no puede ni quiere callar, sino que quiere ser esa luz del Señor en todos los momentos de su vida y en todos los ámbitos de su existencia. Sin embargo ¿Esto es sólo para algunos cristianos? ¿El Señor se lo dice solo a algunos? ¿No será que se trata de un mandato sólo para los Apóstoles? La respuesta la tenemos al inicio del relato del sermón del monte que comienza así: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron” (Mt 5, 1). Somos pues todos los cristianos, cada uno desde su vocación, llamados al apostolado, a manifestar nuestra fe y vivirla en la vida pública y, siendo de Cristo, ser luz del mundo. Como nos mandó el Señor, estamos llamados a evangelizar el mundo entero: “Id pues y haced discípulos de todas las gentes…y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”(Mt 28, 19). Por eso, nada de lo humano nos es ajeno.

Santa María, Nuestra Señora de la Reconciliación, es un hermoso paradigma de ello, en especial cuando va a visitar a su prima Santa Isabel a servirla, y sobre todo, a portarle al Reconciliador: “En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"” (Lc 1, 39.45). María es pues el Arca portadora de la Nueva Alianza, de Jesucristo; Ella que es toda del Señor, es modelo de llevar la luz en su interior y proclamarla a todo el mundo, no con luz propia, sino con la luz del Señor. Y así, es la Bella Luna que refleja al Sol de Justicia en medio de nuestro mundo. Ella es pues la que porta la luz del Señor y con sus buenas obras, glorifica a Dios de una manera hermosa. Es nuestro modelo de vida cristiana.

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