sábado, 12 de noviembre de 2011

Dios no quita nada, lo da todo


Hace ya algunos años, cuando el Papa Juan Pablo II inauguraba la III Conferencia del Episcopado en Puebla, constataba que nuestra época era una en las que más se había escrito sobre el hombre, «la época de los humanismos y del antropocentrismo»[1]. No le faltaba razón al Santo Padre, quien añadía que a pesar de esta creciente preocupación por el ser humano, era la nuestra también una época «de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes»[2].

Para nadie es novedad que hoy el hombre se ha erigido a sí mismo como el centro de toda la realidad. En ese movimiento, cuyas raíces filosóficas se remontan al Renacimiento y cobraron auge con la Ilustración, el hombre poco a poco ha ido dejando de lado a Dios. Cada vez más celoso de sus espacios, de sus comodidades, de una vida marcada por el hedonismo, con mayor frecuencia los hombres y mujeres de hoy temen cualquier realidad que, aunque sean en apariencia, pueda significar una reducción en su libertad. Resulta evidente que nadie quiere ver disminuida su libertad, ni nadie quiere un mal para sí mismo. ¿Pero de qué libertad se habla? El error está precisamente en la concepción de libertad, que parte a su vez de una errada concepción del hombre.

ÉL NO QUITA NADA...
Aquella soleada mañana del 24 de abril de 2005 en la que inauguraba su Pontificado, el Papa Benedicto XVI abordaba desde otra perspectiva esta misma problemática tan frecuente en la mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Ante una Plaza San Pedro abarrotada de peregrinos de diversos lugares del mundo, el Santo Padre quiso al final de su homilía dirigirse de modo especial a los jóvenes, pero con palabras que sin duda tocaron el corazón de todos los presentes por su gran carga testimonial: «Hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo»[3].

Con sus palabras el Pontífice llamaba la atención sobre una idea hoy muy presente en la mentalidad moderna. Para muchos que no conocen la fe, e incluso, lamentablemente, para muchos cristianos, un seguimiento más cercano y coherente del Señor Jesús parecería implicar una renuncia a una parte preciosa de su identidad. Las exigencias de la fe aparecen como una carga demasiado pesada, incluso a veces aparentemente en contra de la naturaleza humana. El camino para seguir a Cristo pasaría entonces por unas renuncias demasiado costosas, demasiado pesadas para una mentalidad que ha ensalzado al hombre y todo lo relacionado con él a límites nunca vistos. Cuánto se teme hoy, por ejemplo, al sufrimiento, cuanto miedo hay para asumir un compromiso, cuánto se huye de relaciones profundas que impliquen una donación. En todo ello aparece una concepción del hombre que ha dejado a Dios de lado, y que erigida como única realidad, sobredimensiona todo aquello que "recorta" las posibilidades de elección.

Como apuntábamos más arriba esta trágica situación tiene sus raíces en una concepción equivocada del hombre. Hemos reflexionado ya muchas veces sobre aquella enseñanza fundamental de la Gaudium et spes, en que se nos recuerda que es el Señor Jesús quien revela la identidad del hombre al propio hombre[4]. Hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios[5], y en Cristo encontramos nuestra identidad más profunda. Él es Camino, Verdad y Vida[6], y configurándonos con Él es como llegamos a ser plenamente humanos. No se trata sólo de un conocimiento teórico de quiénes somos como personas, sino algo mucho más profundo, más existencial, ligado a la experiencia de vivir en autenticidad y libertad. Esto sólo se da en la medida que colaboramos con la gracia para asemejarnos cada vez más, día a día, al Señor Jesús.

DESPOJARNOS DEL HOMBRE VIEJO
Sabemos bien, como decía el Apóstol Pablo, que en este camino es necesario vivir aquel "despojarse" y "revestirse" para lograr aquella configuración con el Señor Jesús a la que estamos llamados. Muchos se quedan tan sólo en aquel "despojarse", y ello les sabe a renuncia de algo propiamente humano. ¿Por qué la Iglesia no me deja hacer esto? ¿Por qué la Iglesia no me deja hacer lo otro? Quizás nosotros mismos más de una vez hemos caído en esta errada concepción en relación a las enseñanzas de la Iglesia. Ciertamente el Apóstol nos llama a "despojarnos" de ciertas cosas: «Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas»[7], pide al dirigirse a los Romanos, y también nos llama, en la Carta a los Efesios, a despojarnos «en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias»[8]. Cuando escribe a los Colosenses señala: «despojaos del hombre viejo con sus obras»[9].

Es claro, pues, que aquello que se nos pide abandonar, aquello de lo cual tenemos que despojarnos, es todo hábito o costumbre que nos impida seguir más de cerca al Señor, y por tanto, de todo aquello que obstaculiza ese camino de plenitud. Recordando las palabras del Papa, Dios «no quita nada», sino que nos invita a que nosotros mismos, a través del recto uso de nuestra libertad, vayamos abandonando todo aquello que nos hace menos humanos, para que precisamente vayamos configurándonos con el Señor Jesús, el modelo de plena humanidad, y por tanto nos vayamos volviendo más humanos. No hay ninguna renuncia, ninguna exigencia de la fe, que no apunte a esta dimensión. Toda opción por algo significa dejar de lado otras posibilidades. Esto es algo elemental. En este caso se trata, por tanto, no tanto de una "renuncia" sino de una opción positiva por aquel sumo bien. Tener esto claro es fundamental para asumir sin miedos los retos que nuestra vida de fe nos propone, y que nos encaminan por el sendero de la auténtica felicidad humana, que nos lleva hacia el gozo definitivo que se vive en la Comunión Divina de Amor.

...Y NOS LO DA TODO
Las enseñanzas del Señor Jesús no son sólo criterios morales o mandamientos "externos" que debamos seguir. Como hemos ido viendo son algo mucho más profundo y más hermoso, son auténtico camino para que podamos ir avanzando hacia nuestra plena humanización. La auténtica vocación del hombre, la más humana, la que más se ajusta a su naturaleza, es la vocación divina, el llamado a ser hijos en el Hijo y poder así gozar de la Comunión Divina de Amor[10]. Por eso podemos decir con gozo y alegría que "nos lo da todo". Ese "habernos dado todo" no son sólo palabras bonitas. Basta detenernos un momento para considerar las innumerables maneras en que estas palabras se hacen realidad y tocan nuestra vida cotidiana.

Dios nos lo da todo a través de su Hijo, quien dio su vida entera por salvarnos, entregándose hasta la muerte, y muerte de Cruz[11]. En la entrega de su Hijo Unigénito nos manifiesta su amor infinito. Además, quiso que su Hijo permaneciera presente con nosotros a través de la Eucaristía. La presencia real de Cristo en la hostia consagrada nos recuerda su entrega total, y es ahí donde se encuentra Cristo presente de modo más eminente. Nos acompaña constantemente con su gracia, que es su vida misma, que nos sostiene y fortalece y es auxilio en todo momento. Es colaborando con la gracia divina que nos vamos configurando con el Señor Jesús, haciéndonos plenamente humanos. Nos ha dado la Iglesia, a través de la cual dispensa su gracia, y que custodia el tesoro de la fe, aquellas verdades reveladas que nos abren a la verdad de Dios y de nosotros mismos, y que nos conducen por camino seguro al encuentro definitivo con Dios. En la Iglesia, además, encontramos la compañía y la acogida, una comunidad viva que nos recuerda que no andamos solos por esta vida, y en la que siempre hay una ayuda fraterna y solícita. Nos ha regalado también el testimonio de los santos, modelos de vida cristiana que nos ayudan en nuestro propio caminar. Y está, de manera particular, el hermoso don que significa para todo cristiano la presencia maternal de Santa María, que nos conduce al encuentro de su Hijo.

Podríamos abundar en esta lista y seguir enumerando los dones de Dios que nos ha dado a todos. Cada uno puede además ver en su propia vida, con un poco de silencio, las ocasiones en que Dios sale a su encuentro de múltiples maneras, y tener la certeza de que ha estado presente incluso en los momentos más difíciles. Dios quiere que nos salvemos, es parte de su Plan el que avancemos por el sendero de la vida cristiana viviendo como «hijos en el Hijo»[12].

USAR RECTAMENTE NUESTRA LIBERTAD
Señalábamos al iniciar esta reflexión la importancia de la libertad. Precisamente muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo asumen que el cristianismo recorta su libertad, su capacidad de elección. La libertad de elección es una característica inalienable de la persona, pero el recto ejercicio de la libertad no significa la opción por cualquier realidad. «Si la persona se cierra a la verdad (...) si se esclaviza a la no-verdad, el momento de libre elección será falso, sólo será tal en cuanto mecanismo, en cuanto operación, pero no lo será en su sentido definitivo»[13]. Por el contrario, una decisión auténticamente libre es aquella que opta en sintonía con la propia naturaleza, por tanto, aquella que nos hace más humanos. El ejercicio recto de la libertad siempre nos debe llevar a una cada vez mayor configuración con el Señor Jesús. Dios nos invita a vivir esta libertad en acto, a experimentar la inmensa felicidad que da el optar cotidianamente, incluso en las ocasiones más sencillas, por su Plan de Amor.

En el recto uso de la libertad Santa María, la Madre del Señor Jesús, es paradigma que debemos seguir e imitar. Ella, educándose a elegir siempre según la Verdad, "educándose a ser independiente de toda coactiva fuerza física, psíquica, o material", avanza hacia la unidad interior, respondiendo a lo que su naturaleza más auténtica reclama. Vive así en libertad plena, en constante acogida de los dones de Dios, y haciéndolos fructificar para su propio bien y el bien de tantos. Siguiendo el ejemplo de María, acercándonos con todo nuestro ser a su Hijo, experimentaremos en verdad que «Él no nos quita nada y nos lo da todo». Ese "todo" es lo más grande, lo más sublime, lo más hermoso, lo más bueno, por lo cual vale la pena todo esfuerzo. Ese "todo" es Dios mismo que se da a nosotros, y que nos llama insistentemente a participar de su Comunión Divina de Amor: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo»[14].

                                           










[1] Juan Pablo II, Discurso inaugural, Puebla, 28/1/1979, I,9.
[2]Allí mismo.
[3] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inauguración de su Pontificado, 24/04/2005.
[4]Gaudium et spes, 22.
[5]Gén 1,26.
[6]Jn 14,6.
[7]Rom 13,12.
[8]Ef 4,22.
[9]Col 3,9.
[10] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.
[11]Flp 2,8.
[12] Cf. Gál 4,6.
[13] Luis Fernando Figari, María Paradigma de unidad, Fe, Lima 1992, p. 12.
[14]Ap 3,20.

Brille tu luz en medio del mundo

   
¿Alguna vez hemos escuchado que a los católicos se nos dice que deberíamos quedarnos con nuestra fe en el ámbito privado, no llevarla a la vida cotidiana y no mezclarla con los trabajos y cosas de este mundo? ¿O que debemos mantenernos al margen de las preocupaciones que se dan en el mundo? Es decir, que debemos vivir una especie de doble vida: hacia dentro podríamos si queremos vivir nuestra fe, pero hacia afuera no. Esto es algo que se ve con dramatismo en dos ejemplos concretos. Primero en la lucha a favor de la vida que la Iglesia hace por todo el mundo, en donde con falsedad, se nos dice que debemos los católicos abstenernos de dar opiniones en este ámbito porque se trata de convicciones personales que debemos guardarnos para los que las creemos y no debemos mezclarlas con la vida. Segundo, en la evangelización, donde se nos dice no pocas veces que ir a evangelizar es imponer nuestras ideas a los demás y que debemos respetar y no expandir lo que creemos. En el fondo, lo que está en juego es hacer que la fe sea una opción privada, interna, sin repercusiones en la vida diaria. Que la fe sea incoherente y silenciosa. Que la Iglesia se abstenga de tener un papel en la vida cotidiana de las personas. Que no se predique al Señor Jesús como la respuesta a toda la humanidad. Pero ¿Esto debe ser así?

En el marco del sermón de la montaña, el Señor les dice a los apóstoles y a las demás personas allí reunidas, una sentencia capital: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). Invitación que responde a las interrogantes que hemos planteado al inicio: el cristiano, todo cristiano, desde su propio estado de vida, está llamado a vivir su fe con coherencia, en todo momento y hacer de la fe su vida. Viviéndola en el plano interior, pero también como consecuencia en el plano exterior, sin hacer de ambas realidades una división u oposición.

Ahora bien, valdría la pena preguntarnos con más claridad ¿Qué es lo que significa esto que nos invita a vivir el Señor? ¿Qué consecuencias concretas tiene en nuestra vida? Revisemos rápidamente lo que dice el Señor.

En primer lugar nos pide que brille una luz. Nuestra luz. Pero ¿Qué significa brillar? Y ¿De qué luz habla? La brillantez habla por sí misma de una realidad clara: algo tiene que manifestarse fuerte, abierto, claro, puro, público, notorio, y por ende marcar una diferencia. Ser una realidad que aclara las cosas, que las hace visibles, que da motivos de seguridad, alegría, que revela cosas. No es algo oculto, que pasa desapercibido, que es privado. En una oscuridad, la luz atrae a los demás y uno la busca para en ella estar seguro. Una luz, además, no puede ocultare, pues está hecha para ser visible y notoria, y así lo que expresa el Señor unos versículos antes: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5, 14-15). Y en cuanto a la luz ¿De qué luz habla Jesús? La respuesta la hallamos en otro momento de la predicación del Señor: “Jesús les habló otra vez diciendo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). Esto implica un presupuesto, el poder hacer que el Señor sea nuestro centro, que vivamos con Él, por Él y en Él y sea a Él que transmitamos. Pero como sabemos, nadie da lo que no tiene, y para poder vivir aquello que San Pablo nos invita, “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20), necesitamos trabajar en ser del Señor, tanto en nuestra vida interior como en nuestra vida exterior. Es lo que llamamos conformación con el Señor Jesús, pues esa brillantez, que no es otra que el apostolado, no nace de nosotros mismos que por nuestra cuenta no tenemos luz propia, sino que nace de la brillantez del Señor que estará en nosotros, pues “nadie da lo que no tiene”.

En segundo lugar, lo que el Señor nos pide es que seamos totalmente de Él, de manera coherente y visible. El que es de Cristo lo es siempre, tanto en lo interior como en lo exterior. Tanto en lo que nadie ve, en lo privado, como en lo público. Por eso dice que esta luz brille “delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras”. El cristiano pues, contrario a lo que el mundo pretende, es un hombre íntegro, coherente, que está feliz de su vida de fe, y que no puede dejar de manifestarla, pues su fe y su vida son una sola cosa. Dejar de comportarte como cristiano, es traicionar lo que crees, traicionarte a sí mismo y traicionar al Señor. Por eso San Pablo podía decir con respecto al apostolado, “predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9, 16). Todo esto nos lleva a una reflexión importante en nuestra espiritualidad. La vida interior será aquí clave, pues nadie dará lo que no tiene; pero a la vez la vida activa, el despliegue en medio de la vida cotidiana es fundamental, pues manifiesta y a la vez enriquece nuestra fe. Esta unidad es la que desde nuestra espiritualidad llamamos espiritualidad de la vida activa y que tiene un lema que trata de sintetizar lo que se busca: “Oración para la vida y apostolado; vida y apostolado hechos oración”. No estamos llamados solo a pensar en el Señor, a amarlo de corazón, sino a manifestar todo ello y a la vez enriquecerlo con nuestras obras, pues como dice Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?... la fe, si no tiene obras, está realmente muerta… Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe“ (Stgo 2, 14.17.18).

En tercer y último lugar, el Señor revela una grandeza hermosa: las altísimas posibilidades que el ser humano tiene. Que por nuestras buenas obras, los hombres “glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Siguiendo aquello de Gaudium et spes 22, sabemos que Cristo revela al hombre quién es y su altísima vocación. Pues bien, el Señor nos muestra cuán buenos podemos ser, cuán buenas pueden ser nuestras obras y cómo con ellas podemos reflejar al Dios, que como decía San Agustín, “es más íntimo que yo mismo”. Nos muestra el Señor cómo somos capaces de reflejar la imagen y semejanza con la cual fuimos creados, como podemos tener una relación fortísima con Dios y, siendo sus hijos, vivir auténticamente nuestra humanidad. El Señor Jesús y la vida de fe que nos invita a vivir, como decía el Papa Benedicto XVI, “no quita nada y lo da todo”. Somos capaces, por ser hijos de Dios, de transmitirlo, de reflejarlo, de llevarlo dentro, y de vivir aquello que citábamos de San Pablo: “Vivo yo, pero no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. De conformarnos con el Señor y mostrarlo a los hombres. Y aquí, es el mismo Señor que nos da una clave: la obediencia a los planes de Dios. Y es que allí podremos nosotros encontrar el camino para esta conformación, para luchar contra el pecado y para estar con el Señor, y poder así glorificarlo con nuestra vida y obras. Así lo expresa el mismo Señor: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Jn 17, 4). Por eso el Papa Juan Pablo II afirmaba con fuerza, “vale la pena ser hombre, porque Tú te has hecho hombre”.

Volvamos entonces a los cuestionamientos iniciales ¿Estamos los cristianos limitados a vivir nuestra fe en el ámbito privado y a escondernos, siendo incoherentes con lo que creemos y amamos? La respuesta es clara: de ninguna manera. Más bien todo lo contrario. El auténtico cristiano es el que siempre es de Cristo, siempre es coherente y no puede ni quiere callar, sino que quiere ser esa luz del Señor en todos los momentos de su vida y en todos los ámbitos de su existencia. Sin embargo ¿Esto es sólo para algunos cristianos? ¿El Señor se lo dice solo a algunos? ¿No será que se trata de un mandato sólo para los Apóstoles? La respuesta la tenemos al inicio del relato del sermón del monte que comienza así: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron” (Mt 5, 1). Somos pues todos los cristianos, cada uno desde su vocación, llamados al apostolado, a manifestar nuestra fe y vivirla en la vida pública y, siendo de Cristo, ser luz del mundo. Como nos mandó el Señor, estamos llamados a evangelizar el mundo entero: “Id pues y haced discípulos de todas las gentes…y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”(Mt 28, 19). Por eso, nada de lo humano nos es ajeno.

Santa María, Nuestra Señora de la Reconciliación, es un hermoso paradigma de ello, en especial cuando va a visitar a su prima Santa Isabel a servirla, y sobre todo, a portarle al Reconciliador: “En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"” (Lc 1, 39.45). María es pues el Arca portadora de la Nueva Alianza, de Jesucristo; Ella que es toda del Señor, es modelo de llevar la luz en su interior y proclamarla a todo el mundo, no con luz propia, sino con la luz del Señor. Y así, es la Bella Luna que refleja al Sol de Justicia en medio de nuestro mundo. Ella es pues la que porta la luz del Señor y con sus buenas obras, glorifica a Dios de una manera hermosa. Es nuestro modelo de vida cristiana.

sábado, 5 de noviembre de 2011

A ser santo ya!

Frente a todo este panorama descrito en los anteriores artículos, sólo queda responder con nuestra santidad. Debo tomarme en serio mi bautismo, verdadera entrada a la santidad de Dios, así como mi vocación particular. El que quiere arraigarse en Cristo debe desear intensamente ser santo, consciente de que no hay mayor tristeza que la de no serlo, y que no hay mayor irresponsabilidad para los tiempos que nos han tocado vivir, que no aspirar seriamente a la santidad, porque sólo de los santos proviene la verdadera revolución del amor. Sólo los santos cambiarán decisivamente el mundo. Ser santo es ser otro Cristo, es ser en todo semejante a Él: es pensar con su mente donde reina la Verdad; es sentir con los afectos nobles y puros de su Sagrado Corazón y es actuar como Él lo haría si estuviera en nuestro lugar.


A pesar de nuestra propia fragilidad y debilidad, es posible ser santos porque para Dios nada hay imposible. Es posible porque la santidad es ante todo una obra de Dios en nosotros, que a la vez ciertamente requiere de nuestra activa cooperación. Por ello no debemos dar cabida al escepticismo o a la desesperanza, ni tampoco pretender ser una persona "excepcional" para poder ser santo. La santidad se forja en lo ordinario de cada día, en la medida que permanezcamos unidos al Señor Jesús como el sarmiento permanece unido a la vid (Jn 15,4-5).

Te invito a reflexionar el siguiente texto sobre la santidad.

SER SANTOS HOY
Hoy en día hablar de santidad resulta poco menos que chocante para la sensibilidad moderna, tan ocupada en asuntos más importantes. El dinamismo secularizante de nuestros tiempos ha relegado la santidad al campo de lo mítico e incluso de lo anecdótico. Los santos aparecen como seres cuasi legendarios, cuyas pálidas imágenes adornan los oscuros rincones de las iglesias.

Para muchos bautizados el tema de la santidad se presenta no menos distante y ajeno, como un ideal muy digno y encomiable, pero totalmente lejano e inalcanzable. Existe, sí, una profunda veneración y respeto hacia aquellos hombres y mujeres que hicieron de su vida cristiana un testimonio heroico de virtudes, pero también se les percibe como un grupo de elegidos, una suerte de aristocracia espiritual para quienes están exclusivamente reservadas las altas cumbres de la unión con Dios.

Sin embargo, el Concilio Vaticano II nos recuerda una verdad fundamental, siempre presente en la vida de la Iglesia pero que hoy en día adquiere una especial resonancia para los hombres y mujeres de nuestro tiempo: "Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre" (Lumen gentium, 11).

¡Sí! ¡Todos estamos llamados a ser santos! Dios mismo "nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1, 4). Ése es el camino de plenitud al cual nos invita el Señor Jesus: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). No basta, pues, con ser buenos, con llevar una vida común y corriente como todo el mundo, sin hacerle mal a nadie. El Señor Jesús nos invita a conquistar un horizonte muchísimo más grande y pleno: la gran aventura de la santidad. Ésa es la grandeza de nuestra vocacion: "Porque ésta es la voluntad de vuestro Dios: vuestra santificación" (1Tes 4, 3).

SANTIDAD Y REALIZACIÓN PERSONAL
Este camino de plenitud que todos estamos invitados a recorrer es el único que verdaderamente conduce hacia nuestra plena realización personal. En efecto, santidad y realización personal se identifican. El llamado a ser santos es un llamado a ser persona humana abierta al encuentro con Dios.

Y es que el ser humano está sellado en lo más hondo de su mismidad por una intensa necesidad de infinito, por una profunda hambre de trascendencia y plenitud. Esta dimensión tan esencial de la persona se traduce en aquella aspiración al encuentro presente de manera constitutiva en sus dinamismos fundamentales. El ser humano, imagen y semejanza de Dios, ha sido creado para abrirse desde su libertad al encuentro con Dios, Comunión de Amor, y, análogamente, con los demás hombres. De ahí que el hombre sólo puede encontrar su realización plena y definitiva recorriendo la dirección hacia donde apuntan los dinamismos fundamentales presentes en su yo profundo.

En el Señor Jesús, fuente y modelo de toda santidad, encontramos la verdadera identidad de nuestro ser, el horizonte al que debemos dirigirnos para alcanzar la plenitud que anhelamos. Al adherirnos existencialmente a Él ingresamos en la dinámica del encuentro. La santidad es un proceso configurante que se da a través de una profunda transformación interior, de manera que pueda repetir con el Apóstol: "Vivo yo, mas no yo, sino que es Cristo quien vive en mi" (Gál 2, 20).   La opción fundamental por el Señor Jesús se presenta, pues, como camino ineludible para todo aquel que desde su libertad busca ser fiel a su propia humanidad.

GRACIA Y LIBERTAD
La santidad aparece ante nosotros como un apasionante desafío. Se trata de un largo camino por recorrer, no exento de dificultades. Ser santos no es algo fácil. Nunca lo ha sido. Pero tampoco se trata de algo imposible, pues es la fuerza de la gracia la que nos guía y sostiene.

Sin embargo, para que la acción de la gracia sea eficaz, requiere de nuestra cooperación libre y activa. No basta con decir "Señor, Señor" (Mt 7, 21). Es necesario realizar un esfuerzo serio y responsable por corresponder a los dones de Dios, despojándonos de todo aquello que impide al don de la reconciliación fructificar en nosotros, buscando reordenar nuestras facultades y potencias heridas por el pecado, así como revistiéndonos de los hábitos y virtudes contrarios, según el Plan de Dios. De esta manera, gracia y libertad humana se encuentran en un fructífero proceso que conduce hacia nuestra santificación.

SANTOS EN MEDIO DEL MUNDO
Las características de nuestro tiempo nos muestran un modelo de santidad para el creyente hodierno. Sin negar la validez de otros modelos de santidad, el santo de nuestro tiempo no destaca por una forma de existencia extraordinaria, llamativa y fuera de lo común, sino que es aquel que vive su vida ordinaria con tal intensidad, que hace de ella un culto agradable a Dios, así como un elocuente testimonio del amor de Cristo en medio del mundo.

El santo de nuestro tiempo descubre en las realidades terrenas un ámbito de realización personal querido por Dios. Su presencia y compromiso en medio del mundo según el designio divino configuran tanto su identidad personal como su propia realización y felicidad. Esta presencia se traduce en acción transformante por medio del amor, acción que brota de un compromiso profundo con el Señor y que se manifiesta en el silencio de las actividades ordinarias de cada día, a semejanza de nuestra Madre María.

La Vida es Cristo

PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO         
El ser humano busca a Dios. Cuando vive con lucidez comprende en el fondo de sí mismo que esta búsqueda es la ley interior de su existencia. Sin embargo, enceguecido a consecuencia del pecado y confundido por las múltiples fascinaciones que el mundo le presenta, muchas veces no sabe dónde buscar.

¿Hacia dónde orientar la propia existencia? ¿A quién seguir? ¿Qué enseñanza, qué ejemplo, para encontrar el camino correcto y responder a ese anhelo profundo de plenitud, de felicidad? Muchos modelos se publicitan en este mundo, "ídolos" con promesas que pretenden responder a nuestras aspiraciones, desde las más externas hasta las más profundas y lo son de diverso tipo: actores de cine, cantantes de moda, ciertos políticos, gurús y maestros de nuevas religiones, etc. A veces el modelo que se nos ofrece es simplemente el de la masa amorfa: "haz lo que todos hacen". Pero, ¿conducen todos ellos a responder plenamente a nuestros anhelos más íntimos de permanencia y despliegue? La respuesta sabemos que es negativa. Hay en todo ser humano una como necesidad de encontrar un Maestro y Modelo que responda completa y verdaderamente a su sed de infinito y felicidad.

BÚSQUEDA Y ENCUENTRO
En tal situación de búsqueda se encontraban Andrés y Juan, dos jóvenes inquietos que esperaban al Mesías prometido por Dios a Israel. En su proceso de búsqueda tomaron por maestro y modelo a Juan Bautista, hombre radical, austero, hondamente religioso. Él, a su vez, les señala al Señor Jesús, en quien reconoce al Mesías y los orienta hacia Él.

Al principio lo siguen a cierta distancia, acaso con una mezcla de fascinación y temor. ¿Cuántos no hemos experimentado lo mismo? Cuando el Señor es presentado «con toda la fuerza seductora que su persona ofrece», fascina y atrae, aunque el temor a comprometerse con Él lleva a veces a seguirlo "a cierta distancia". El Señor no tarda en volverse y preguntar: «¿Qué buscáis?». Él, que conoce lo que hay en el corazón del hombre, sabe que también nosotros lo seguimos porque estamos en búsqueda incesante. Él, con esta pregunta, sale al encuentro del hombre que lo busca sinceramente. «¿Maestro, dónde vives?», es la respuesta de los jóvenes que entran en confianza con Él, respuesta que es manifestación de un deseo profundo: ser acogido por Él en "su casa". «Venid y veréis» es la invitación del Señor que conduce a la experiencia de un encuentro profundo que sacia todas las expectativas del hambriento corazón humano y que sella definitivamente el proceso de búsqueda: «¡Hemos encontrado al Mesías!».

EL SEGUIMIENTO
El auténtico encuentro con el Señor Jesús en la intimidad de "su casa", lleva a estos jóvenes a ingresar a la senda de un discipulado exigente, motivado por este deseo que se enciende inevitablemente en el corazón de quien se encuentra con el Señor y le abre él mismo la puerta de su casa:  "yo quiero permanecer en Él; y quiero que Él permanezca en mí". El encuentro suscita al mismo tiempo un firme deseo y propósito: "yo quiero ser como Él". En efecto, cuando me encuentro con Él en la intimidad de su amor surge fuerte el deseo de seguirlo, de participar de su amistad, de imitar su estilo de vida, de ser como Él: se constituye en el Modelo para mi vida.
Descubrir en el Señor Jesús el Modelo de plena humanidad, y descubrir que Él en realidad es el único capaz de ofrecer la respuesta apropiada a nuestras ansias de infinito, despierta en el corazón de quien lo conoce un ardor incontenible. Siguiéndolo a Él tiene la certeza de que puede orientar su hambre de comunión en la dirección correcta, para que ese anhelo se vea plenamente colmado en toda su hondura y capacidad. Quien se ha encontrado verdaderamente con el Señor Jesús pone en Él «el sentido último de la propia vida, hasta poder decir con el Apóstol: "Para mí la vida es Cristo"».

PROCESO DECONFIGURACIÓN CON CRISTO
Quien aspira a "ser como Él", desde los dones y particularidades individuales que Dios le ha dado, ingresa -gracias a que participa de la vida misma de Cristo por su Bautismo- en un proceso dinámico de configuración con Él, proceso que llamamos de "amorización", pues por el camino de la piedad filial mariana y en respuesta activa al don del amor derramado en su corazón por el Espíritu Santo el discípulo ama cada vez más con los mismos amores del Señor Jesús: amor al Padre en el Espíritu Santo, amor filial a Santa María y amor a la persona humana invitada a participar de la comunión divina de amor. Por este proceso dinámico de formación el discípulo y amigo del Señor aspira a "ser perfecto como Él", aspira a alcanzar su misma estatura y madurez hasta alcanzar en la vida cotidiana la perfección de la caridad.

CONSECUENCIAS APOSTÓLICAS
«Si habéis encontrado a Cristo, ¡vivid a Cristo, vivid con Cristo! Y anunciadlo en primera persona, como auténticos testigos: "para mí la vida es Cristo"»
  
Quien se ha encontrado verdaderamente con el Señor Jesús vive a Cristo y vive con Cristo. Día a día -cooperando con la gracia del Señor- se esforzará en escucharlo, nutrirse de sus enseñanzas, internalizar sus criterios, tener su misma mente. Día a día -cooperando con la gracia- procurará conformar sus sentimientos a los del Señor Jesús y modelar su conducta de acuerdo a sus enseñanzas y ejemplos. Una vida que así se va llenando de Cristo, lo irradia a todos aquellos a quienes se encuentran con él del mismo modo que una lámpara difunde su luz, dejando una estela luminosa a su paso.
Quien con el Apóstol puede decir: «para mí la vida es Cristo», se ve inevitablemente impulsado a evangelizar a todos cuantos pueda, mediante un anuncio valiente y audaz del Evangelio. Y su anuncio será convincente porque brota del testimonio de quien se ha encontrado con Él, de quien lo lleva en sí.  

¡Sea ese, pues, el horizonte hermoso al que continuamente aspiremos en nuestra vida y apostolado!






jueves, 27 de octubre de 2011

Eclipse del pecado

Asimismo del olvido o eclipse de Dios se sigue el "eclipse del pecado". Recientemente el Santo Padre Benedicto XVI lo decía: "hoy en día la misma palabra "pecado" no es aceptada por muchos, porque presupone una visión religiosa del mundo y del hombre. En efecto es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Como cuando se esconde el sol, desaparecen las sombras; la sombra surge sólo cuando existe el sol; de este modo, el eclipse de Dios implica necesariamente el "eclipse del pecado" (Angelus, 13-III-2011).

¿Qué es en realidad el pecado?
Un pecado es una palabra, un acto o una intención, con la que un hombre atenta, consciente y voluntariamente contra el verdadero orden de las cosas, previsto así por el amor de Dios. El pecado es en definitiva "el amor de sí hasta el desprecio de Dios" (san Agustín), y en caso extremo la criatura pecadora dice: Quiero ser "como Dios" (Gn 3,5).  Así como el pecado me carga con el peso de la culpa, me hiere y me destruye con sus consecuencias, igualmente envenena y afecta también a mi entorno. En la cercanía de Dios se hacen perceptibles el pecado y su gravedad.


Libertad perversa

Y... ¿Qué es la libertad y para qué sirve?

La libertad es el poder que Dios nos ha regalado para poder actuar por nosotros mismos; quien es libre ya no actúa determinado por otro. Dios nos ha creado como seres libres y quiere nuestra libertad para que podamos optar de corazón por el bien, también por el supremo "Bien", es decir, Dios. Cuanto más hacemos el bien tanto más libres nos volvemos.

Pero... ¿no consiste precisamente la libertad en poder decidirse también por el mal?

El mal sólo es aparentemente digno de interés y decidirse por el mal sólo hace libre en apariencia. El mal no da la felicidad, sino que nos priva del verdadero bien; nos ata a algo carente de valor y al final destruye nuestra libertad.


Del eclipse u olvido de Dios surge la "libertad perversa" que es aquella falsa concepción de la libertad que exalta al individuo aislado de forma absoluta y no da cabida a la solidaridad, a la apertura y al servicio hacia el prójimo y que confiere poder absoluto sobre los demás y en contra de los demás. De la "libertad perversa" surge la "cultura de muerte" y brotan los más terribles crímenes contra la vida como son el aborto, la eutanasia, la experimentación con embriones, el infanticidio, entre otros.

Por el contrario, como nos dice Benedicto XVI: "El hombre que se abandona  totalmente en manos de Dios no se convierte en una marioneta de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que confía plenamente  en Dios encuentra la verdadera libertad, la gran amplitud creadora de la libertad para el bien. El hombre que se dirige a Dios no se hace más pequeño, sino más grande, pues gracias a Dios y juntamente con él se hace grande, divino, llega a ser verdaderamente él mismo".

viernes, 21 de octubre de 2011

Eclipse de Dios

Debemos hacer una constatación: hoy en día el cristiano vive su fe en Dios y en Jesús en un contexto particular de "olvido de Dios", en medio de un laicismo difundido que elimina a Dios de la vida pública. Puesto que Dios es la fuente de la vida, el ser humano sin una referencia consciente a su Creador, pierde su dignidad e identidad. El olvido de Dios es el origen de todos los males y problemas de la sociedad. El drama que vive el hombre contemporáneo no es otro sino el eclipse del sentido de Dios y por tanto el eclipse del sentido del hombre, ya que perdiendo el sentido de Dios, se pierde el sentido del hombre, de su dignidad y del valor de su vida. Este olvido o eclipse de Dios es el doloroso producto del secularismo que se va apoderando de nuestra realidad social y cultural en esa trágica modalidad que es el "agnosticismo funcional" descrito como el hecho de vivir, de pensar y de actuar como si Dios no existiera o como si su presencia fuera irrelevante. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo.

Ver Benedicto XVI y secularismo